lunes, 24 de marzo de 2014

HECTOR J. DÍAZ

A raíz de la primera edición de El Violín de la Adúltera (Norma, 2007), Giovanni Di Prieto -crítico italiano que usa bisturí impiadoso en sus incursiones en nuestra literatura, tal su libro Las mejores novelas dominicanas- emitió buenas calificaciones sobre la obra novelística de Andrés L. Mateo. A quien ubica entre nuestros diez mejores escritores, "por su narrativa y crítica social", enfatizando el manejo de la trama, los personajes, la narración y el estilo. Que a mi juicio rezuma poesía de la mejor -una característica que aprecio en la buena novela, desde Proust a Cortázar- cultivada en sus inicios literarios por Mateo, cuando blandía armas ideológicas en el grupo La Isla, surgido tras el fragor de la pólvora de abril del 65.
El Violín cuenta las tribulaciones existenciales llevadas en un Diario por Néstor Luciano Morera, un apacible oficinista de La Voz Dominicana, la planta tele radiodifusora que pautó el gusto musical y artístico en los años 50. Creyéndose un virtual cornudo, atormentado por notas anónimas que le llegan a través de Elso -mensajero y confidente, "maricón de carroza", negro, feo y tuerto, servidor de Belié Belcán. Notas indiciarias de la infidelidad de su esposa Maribel Cicilio, hija de Luigi y Laura. Italianos que recalaron en el país, él real vendedor de cuadros a domicilio. Ella relatora en el hogar del proyecto migratorio que los arrojó a estas tierras, en ruta hacia Brasil o Argentina, quedando varados. Y de la historia del violín de Cremona, reliquia traspasada entre generaciones por los Cicilio, cuyo dominio nunca alcanzó Luigi. Cifrada ahora la esperanza en Maribel, a quien los vecinos nunca escuchan emitir una sola nota.
Ella toma lecciones con el profesor italiano Casteleiro, sospechoso de encornar a Néstor, según un apócrifo comité de moralidad barrial. Su perfil corresponde al violinista español Aris Bueso, especie de estampa antigua, vestido a chaleco, corbata de lazo, peluquín aceitado y chorreante tinte negro, músico de planta de LVD. Ejecutante del lagrimeo de cuerdas que suena en Mi Debilidad y Tú no tienes la culpa, dos éxitos medio amargue del pianista y cantautor Aníbal de Peña. El nombre sacado del pianista y director cubano Yoyo Casteleiro, usado como prueba fonética de dicción en la escuela de locutores.
En la oficina donde discurre amodorrado el licenciado Néstor, encabeza Pericles Santamaría, fiel administrador sometido a los caprichos del mayor J. Arismendy, usuario de la fusta disciplinaria. Gestiona el arbitrario sistema de multas, degradación, suspensión y despidos del dueño de la empresa. Siempre atento a sus mandatos, escenifica un patético episodio de violencia de género. Allí también labora Ligia, la de las tetas espléndidas goloseadas por Néstor como un obscuro objeto del deseo. Soprano operática con papel estelar en La Traviata de Verdi. Sus tetas cobran vida propia y pautan la rutina burocrática de Néstor, quien desliza la mirada indiscreta sobre los pletóricos y apetecidos pezones rosados, cada vez que ella lleva unos papeles al escritorio y la inclinación del torso deja ver. Santamaría sugiere un noviazgo con el poeta Héctor J. Díaz.
Ello nos remite al mítico poeta, una deidad popular del romanticismo de los 40/50, a quien acude Néstor en busca de consejo, de la mano de Elso. Sus versos pusieron alas a boleros pulsados a media voz por Lockward o cantados a dúo por Fellita y Colás. Rodaron por el mundo en el merengue El Negrito del Batey, pregonados con desparpajo y bembeteo por Beltrán y Celia Cruz con la Sonora y por los Matamoros. Arrullaron tardes de radio, alternando el romance con creaciones de Buesa, Fiallo, Miller, Gutiérrez Nájera, Nervo, Darío, Bécquer. Ídolo de los medios de comunicación, marcó época, patrocinó artistas como Kalaff, Brens, Cabrera. Rey en la radio hizo de El Trocadero, en el corazón de Villa Francisca, el ombligo del mundo de la bohemia de Ciudad Trujillo. Donde libaba, filosofaba, trovaba, declamaba, leía el tarot del amor a las almas acongojadas, trazaba versos, y volvía a libar hasta la inconsciencia. Como sólo saben hacerlo los hijos privilegiados de Baco.
Falleció en New York en 1950 a los 40, en el cénit de su carrera, trunca tras un amor que se escapaba. "Entre tu amor y mi amor/ clavó sus garras el orgullo/pues como la hierba mala/se sembró en mi corazón". Mateo lo incorpora con plenitud de credenciales en su novela, dejándole ser, sin afeites, en sus dominios principales. A ese que al decir de Mieses Burgos: "Él era él en él mismo". Animador cultural del Partido Dominicano, llevó por los pueblos el mensaje del buen arte, folklore incluido, aupando nuevos valores, usando conchas acústicas y auditorios construidos en los locales de ese partido único, tan musical.
La prostituta Mercedes Mi Gusto, sacerdotisa del rito de iniciación sexual, oficia desvirgando a la muchachada del barrio. En Néstor narrador, la graduación de hombre fue frustrante, el ánimo marchito, desgonzado el instrumento, en shock ante la exposición frívola del cuerpo femenino en su desnudez dispuesta y veterana. Repertorio de imágenes que contrastaría con el candente episodio registrado en pleno banco eclesiástico, durante la misa de domingo, cuando Maribel descorrió su bragueta para atenazarle el tizón adolescente y provocarle el clímax celestial. Fue la primera vez en su vida que exclamó, "¡Oh, Dios!"
Hubo además "amores de estudiantes, flores de un día son", como decía Gardel. Mientras cursaba derecho en la universidad, Néstor conoció a Margarita Dalmau, relación efímera al abandonar la joven el país junto a su familia, por problemas del padre con el gobierno. Quedó la huella tierna de los paseos por Mata Hambre. Y una carta con beso estampado dejada en un libro, que al caer en manos de la esposa Maribel, convirtió a Margarita en gallina mascota. Interpuesta entre la pareja, su sombra se desvaneció al morir la gallina que todo lo estropeaba en el hogar.
Desde el párrafo inicial las ciguas ejercen función anunciadora: "Una bandada de ciguas entró y salió del espejo, mientras leía el primer anónimo en el que me comunicaban que mi mujer me estaba pegando los cuernos". Como sinónimo de anónimos seguirán apareciendo reflejadas en el espejo memorioso del Diario, que a manera de flashbacks utiliza el narrador para bucear en las aguas del tiempo, contrapunteando pasado y presente. Mientras las mariposas de San Juan que llegan en parvadas, adornan multicolores la atmósfera tranquila de Ciudad Trujillo.
El ambiente de la novela es LVD y su entorno. En el que se hallan los colegios Ma. Auxiliadora, de niñas, y San Juan Bosco, de varones, con la iglesia en un ángulo, salesianos como el arzobispo Ricardo Pittini. Allí conocí al autor. Ambos éramos mozuelos y asistíamos a misa diaria matutina y rezo vespertino, más servicio dominical obligatorio. Yo cumplía con el deber religioso con poco entusiasmo. Él junto a otros colegas -hoy profesionales meritorios- tragaban ostias como yo tostones. Como en la salsa de Blades tributo a monseñor Romero, en la que "suenan las campanas otra vez", era monaguillo Andrés. Atildado, aplicado, obediente, católico observante. Una oveja del rebaño que apuntaba a ser pastor. Pero debajo se ocultaba el zorro, que luego devoró a la oveja. ¡Oh, Dios!, exclamo yo. Por tu misericordia hoy tenemos un escritor de raza, dotado de talentos múltiples.
En El Violín se siente esa atmósfera de sacristía con incienso, a veces pecaminosa, oportunidad para el contacto furtivo adolescente, en las filas hacia el confesionario o para recibir la ostia o llevar flores a María. Uno toca la presencia del padre Vicente, un polaco excelente profesor de Álgebra que parecía rudo sargento nazi -organizador de generosas excursiones a las playas-, cuando nos pillaba debajo del ilán ilán de la Dr. Delgado a la espera de las muchachas del Ma. Auxiliadora: "Los atrapé, los per(r)ros detrás de las per(r)itas". O al singular Carrillo, un cubano enamorado que me hizo "carita" debido a mis tres hermanas. Ni hablar del buenazo de Andrés Nemeth y el querido Enrique Mellano.
Vibra en El Violín la escuela de arte popular que fue LVD, un complejo legendario que contaba con orquestas, conjuntos folklóricos, tríos románticos, cuerpos de danza, cuadros teatrales, cantantes, locutores, guionistas, arreglistas, academias de canto, baile y locución. Radio, TV, teatro al aire libre, cine, night club y casino. Una meca -nuestro pequeño Hollywood o Estudios Churubusco o Cinecitta. Festejante de su Semana Aniversario en grande, con la llegada de las más rutilantes estrellas, mariachis, orquestas y comediantes del momento. Resalta la novela el aporte de México, su cine musical y los ídolos que visitaron el país. Pedro Infante, "un ángel el que le clarineaba los tonos, y el mismo Dios le ayudaba en el falsete encantado". Tony Aguilar, regalándole un sombrero a Angelita Trujillo. Amalia Mendoza, La Tariácuri, a quien Néstor sostuvo el sombrero y encontró hombruna. Tin Tan, el cómico pachuco. El tenor Pedro Vargas -"muy agradecido". Suena Amor Perdido en la voz jarocha veterana de Toña la Negra ("qué viva el placer"), y marca horas El Reloj de Cantoral pegado por Lucho Gatica.
Pero lo mejor es el final. No son los trucos enigmáticos de Agatha Christie que desembocan en el menos esperado tras la inculpación de casi todos. La sustancia de El Violín de la Adúltera está en el ritmo -a lo suspense del cine de Alfred Hitchcock. Un filosófico Néstor decide vivir como los griegos "la eternidad del instante". Si el problema está en la liebre, mata la liebre, diría yo. Y es lo que hace el atormentado personaje. Va a los riscos del mar Caribe, en el Malecón, y arroja con todas sus fuerzas el último anónimo recibido sin leerlo junto al violín de Cremona de Maribel. Y se sintió feliz. Tanto que se prometió volver a los acantilados del mar Caribe para "arrojar también este Diario". Algo que ciertamente no ha cumplido, para darles a ustedes la oportunidad de leerlo. Afortunadamente.

JOSÉ DEL CASTILLO

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